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RESUMEN
Anunciaban nieve y temperaturas bajo cero en Navarredonda, punto de inicio de nuestra ruta de este miércoles.
A eso se sumaba que muchos compañeros habían optado por la visita trufera en Cifuentes, así que finalmente solo nos reunimos en la plaza 15 senderomagos, dispuestos a seguir a Carlos R. en una jornada que prometía ser invernal.
Preparados para el frio, dejamos los coches y empezamos la caminata con la feliz sorpresa de que las esperadas nubes, habían dejado paso al sol. Las primeras nieves caídas la noche anterior habían desaparecido y sólo quedaba una ligera capa en los tejados y en el borde de las vallas, que recordaba que el invierno estaba a punto de empezar.
Cruzamos el pueblo con el objetivo de llegar al Cerro de la Peña de la Cruz y disfrutar de sus impresionantes vistas. Pero el camino de subida no fue menos impactante.
Atravesamos el arroyo de La Nava y, avanzando hacia la ruta del robledal, alcanzamos la conocida ‘Senda Manolo’, que nos condujo al interior de la espectacular Dehesa Umbría.
Esta senda está dedicada a Manuel Fernández Martín, querido vecino y caminante de Navarredonda, que dejó su huella en muchas rutas de la zona para que otros pudieran disfrutar de estos paisajes. Una figura entrañable y muy recordada por su amor a la montaña y al senderismo.
Subimos sin apenas descanso por un precioso sendero tapizado de hojas de roble, suavemente cubiertas por una fina capa de nieve.
Llegamos a un tramo más llano donde se encuentran tres bancos-mirador, con respaldo en forma de hoja de roble: el Mirador de la Dehesa Umbría, el del Valle Medio del Lozoya y el llamado Descanso de Manuel, donde nos hicimos la foto de grupo. Las vistas de la sierra y del valle eran, sencillamente, espectaculares.
Pasados los collados, José María y yo optamos por una alternativa y renunciamos a subir al Cerro de la Peña de la Cruz, dejando que el resto del grupo disfrutara de las vistas de 360º sobre la sierra, los valles y los pueblos.
Lo que parecía una escapatoria cómoda se convirtió en una pequeña aventura: tuvimos que sortear un buen número de vallas y alambradas que cortaban las rutas alternativas que llevábamos previstas.
Pero con tesón de gmsmanos y mucha práctica acumulada, logramos alcanzar finalmente la ruta que nos condujo al collado del Portillo, donde nos reencontramos con el grupo. Allí nos esperaban junto a una caballada de percherones, de lo más amigables, que se dejaron acariciar y fotografiar encantados.
Nos despedimos de Juan y seguimos rumbo al Cerro del Chaparral, este sí, imprescindible para todos. Hasta ese momento nos habían acompañado robles y encinas, pero en las laderas del Chaparral aparecieron las sabinas, pertenecientes al pequeño sabinar del Lozoya.
Aunque son árboles más propios de otros climas, aquí han sobrevivido gracias a la orientación sur, la pendiente y la abundancia de rocas, que les permiten competir con éxito con las otras especies.
Desde lo alto, las vistas del embalse de Pinilla, de los pueblos del valle del Lozoya y de los picos de la sierra eran impresionantes. Y hacia el otro lado, se alcanzaba a distinguir la Peña de la Cabra. Junto a una pequeña y coqueta cruz de hierro, hito singular del punto geodésico, repetimos el ya clásico ritual de las fotos.
Tocaba iniciar el regreso. Para ello debíamos bajar al arroyo del Villar y tomar la senda de vuelta a Navarredonda. Carlos, tras revisar cuidadosamente los caminos, decidió que lo mejor era regresar al collado del Portillo y desde allí buscar una bajada que él sabía que era rápida y más segura.
Rodeamos el cerro con la sierra siempre a la vista, repasando nombres de montañas mientras caminábamos. Las sendas, cubiertas de hojas, se confundían a menudo entre los pasos de senderistas y los senderos abiertos por el ganado. Eran sendas estrechas, “de a uno”, que nos llevaron con rapidez al collado e iniciamos la bajada entre robles.
Aquí la alfombra de hojas era especialmente espectacular. Con cuidado por la pendiente, llegamos casi al borde del arroyo, donde paramos a comer: sol, robles, un ambiente casi mágico y una compañía inmejorable. ¿Qué más se puede pedir?
Ya de regreso, la senda de subida hasta enlazar con el último tramo del camino entre Lozoya y Navarredonda era ancha y suave. En las zonas de umbría aún resistía algo de nieve, y el sol, que seguía acompañándonos, hacía brillar los colores del bosque, haciendo que la pequeña subida se pasara volando.
Por fin, tras atravesar un portón, alcanzamos el camino del Lozoya para recorrer el tramo final que nos llevaría hasta la iglesia de San Miguel, frente a la cual habíamos aparcado los coches.
Una excursión que parecía destinada a ser desapacible y que, sin embargo, terminó siendo una de las más bonitas de este otoño tardío. Sin duda, merece 5 sicarias.
Leonor
FOTO REPORTAJES




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