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RESUMEN
Por los senderos que serpentean junto al río Cambrones, cerca de los maravillosos Jardines de la Granja, que, como muchos miembros del Gmsma saben, me siguen asombrando cada vez que voy, he trazado mi centésima excursión, un hito que resuena con ecos de aventura y gratitud. No es casualidad, pienso, que esta cifra redonda, este ordinal tan sonoro -¡la centésima!— haya coincidido con el mes de agosto, dedicado al gran Augusto, mi romano favorito, el artífice de un imperio que aún susurra en las piedras y en los sueños de los que amamos la historia. Y qué lugar más adecuado para celebrarlo que los alrededores de La Granja, ese rincón de Segovia donde los jardines parecen susurrar versos de Garcilaso y los surtidores danzan.
Así que me pedí hacer la crónica por varios motivos: la centésima, agosto, la Granja, mi amor al emperador … Y enseguida me di cuenta de que era un pequeño embolado porque es una excursión que se ha realizado varias veces y realmente creo que ya está todo contado magníficamente por Paco Nieto y otros. No quería copiar nada de lo escrito por ellos y no se me ocurría nada para ser original, así que pensé si podría unir en el mismo texto a Augusto, la Granja y el río Cambrones.
Quedamos un grupo de 18 saliendo de la explanada del palacio. Yo estaba muy contenta por volver a ver a tantos amigos después de la parada de las vacaciones y porque hacía mi excursión cien, algo que no termino de creerme. Lo que comenzó como una forma de volver a mi querida sierra de Guadarrama, a la que por diversos motivos llevaba tiempo sin ir, se ha convertido en una pasión que me ha llevado a descubrir paisajes, retos, aventuras, viajes y, sobre todo, personas increíbles.
No voy a mentir: mi forma física no siempre ha estado a la altura del resto de los miembros del Gmsma; a veces, mientras todos subían como cabras montesas, yo iba jadeando detrás, contando los pasos para no pensar en el cansancio. Pero lo que hace especial cada salida es la acogida del grupo.
Desde el minuto uno, siempre ha habido una mano tendida, una palabra de ánimo o una pausa estratégica para que pudiera recuperar el aliento sin sentirme fuera de lugar. Y gracias a todos no me he quedado perdida en infinidad de ocasiones hablando con las cabras. Cada sendero, cada cima y cada conversación en el camino han hecho que estas 100 excursiones sean mucho más que un número. Son momentos, risas y hasta alguna que otra caída que hoy celebro con orgullo.
El río Cambrones, con su curso fresco y cantarín, nos recibió como un viejo amigo que guarda secretos en cada recodo. Sus aguas, cristalinas, reflejan un cielo de agosto que parece pintado por un dios generoso. Caminamos entre pinares, con el aroma de la resina impregnando el aire, mientras el sol, aún tímido, se colaba entre las ramas, dibujando mosaicos de luz en el sendero. No puedo evitar sentirme afortunada.
Que mi centésima excursión con el GMSMA haya caído en este mes, bajo la sombra de Augusto, el emperador que transformó Roma con la misma pasión con la que nosotros transformamos cada paso en memoria, es un guiño del destino. Y que sea aquí, cerca de los Jardines de la Granja, donde los reyes soñaron con la eternidad y los surtidores desafían la gravedad, me parece un regalo del cosmos.
Los Jardines de la Granja, con sus fuentes que desafían la física newtoniana, estaban allí, al fondo, recordándome que los reyes tenían más presupuesto para paisajismo que los ayuntamientos serranos para puentes. Y aun así, ¡qué lugar!.
Es como si la naturaleza hubiera leído a Garcilaso y decidido firmar su poema con un “visto y aprobado”. El río Cambrones, con su murmullo de diva y sus aguas de postal, se pavoneaba como el protagonista de la función. Robles altivos, fresnos elegantes, helechos arrogantes y matas de tomillo, cantueso y cambroño —ese piorno de flores amarillas que da nombre al río— componían un decorado que ni el mejor escenógrafo habría soñado.
Llegamos a la primera caldera, donde el río se toma un respiro, y paramos a esperar a dos rezagados. El rumor del agua, el canto de un mirlo y el crujir de mis botas polvorientas armaban una sinfonía que casi, solo casi, me puso trascendental. Saqué mi cuaderno y garabateé: “Centésima. Agosto. Cambrones. La Granja. Augusto. Gracias”. Porque, si estas cien excursiones me han enseñado algo es que la montaña no regala nada.
Cada paso rompe la rutina, es un acto de rebeldía contra lo cotidiano, el crujir de las piedras bajo las botas, el aire fresco que llena los pulmones, el latido que se acelera con la pendiente: todo conspira para hacerte sentir vivo. No es solo caminar; es un diálogo con la naturaleza, donde cada zancada te saca del ruido mental y te planta en el presente. Si tropiezas, el grupo lo convierte en una risa compartida; si alcanzas la cima, el silencio del paisaje te abraza. Cada paso transforma, conecta, libera. Es más que una excursión: es un recordatorio de que estás aquí, ahora, y eso ya es especial.
Serpenteamos por el camino superior —el sendero junto al río estaba para los más atrevidos— y, con algo de esfuerzo, llegamos al cruce del río. Luego, la Caldera del Guindo, sorteando rocas como si fuéramos Indiana Jones en chanclas. Enfrente de nosotros teníamos las marmitas de gigante, moldeadas por el agua y el roce paciente de las piedras, eran un espectáculo: pozas naturales que parecían diseñadas por un escultor con demasiada imaginación.
Un tramo complicado, que deja a la inaccesible Caldera de Enmedio en soledad, nos guio hasta la Caldera Negra, en una vaguada abrazada por abedules, chopos y un pinar que apenas empezaba a crecer. La cascada inicial, medio escondida entre las rocas, era una joya que te susurraba ‘quédate un rato’. Algunos, con ansias de más, treparon un poco más para contemplar la Caldera de las Barbas, la más alejada y última.
Regresamos a la Caldera del Guindo, supuestamente menos concurrida, donde los tres más valientes del grupo se lanzaron a un chapuzón digno de medalla olímpica. También aprovechamos para hacer la parada de rigor para nuestro particular “ángelus”: un bocado rápido, más por costumbre que por hambre, porque en San Ildefonso nos esperaba una comida de verdad, no esas migajas que saben a gloria solo porque estás en medio del campo y todo te parece un banquete.
Ya volvimos cuando el sol apretaba más y mis piernas me recordaban que no estoy para estos trotes. El regreso fue rápido, con el sol dándonos un ultimátum y mis botas acumulando más polvo que un museo. Pero llegué: con el orgullo a flor de piel y una satisfacción que desborda cualquier foto. Esta centésima excursión no fue solo un número, sino un triunfo rotundo sobre la pereza. No cabía en mí de alegría: ¡por fin había obtenido la codiciada estrella negra”!
Al regresar, con el sol ya alto y el cansancio tejiendo su suave manto sobre nosotros, miré atrás. El río seguía su curso, indiferente a nuestra presencia, pero yo me llevé un pedazo de su música en el alma. Esta centésima excursión no fue solo un número, sino un puente entre mi amor por la naturaleza, la historia y la amistad. Augusto, desde algún rincón del Olimpo seguro que sonrió.
Y, para rematar, comimos como reyes en el restaurante La Chata. La guinda: la llegada de Jorge I. y Carlos R., y así celebramos su recuperación tras meses de incertidumbre.
Jorge, además, nos invitó a champán por el nacimiento de su nieta Eira, un brindis que nos supo a felicidad. Juan M. nos invitó también para celebrar su cumpleaños.
Luego, algunos visitamos la dacha de Carolina y Lucio, perfectos anfitriones, donde el tiempo se detuvo entre risas y hospitalidad. En resumen, un día redondo.
A esta excursión le doy un cinco, y no solo por el Cambrones, con su murmullo cantarín, ni por las calderas, (que también). No, el mérito es de ellos. Porque con el Gmsma, hasta el camino más trillado se transforma en una epopeya digna de un emperador.
Paz Rincón
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